jueves, 18 de febrero de 2010

María Sierra Varo Atalaya


Doliéndome de que nuestra literatura careciese aún de una Biblioteca de traductores , dejado aparte
el ligerísimo ensayo de Pellicer, y perdidos o ignorados los posteriores del P. Bartolomé Pou, [1] de
Capmany y de D. Eustaquio Fernández de Navarrete, determiné, tiempo ha, llenar este vacío en
cuanto mis fuerzas alcanzasen, y tras investigaciones asiduas, no siempre desgraciadas, llegué a
reunir buen número de materiales, en cuya ordenación y crítica me he ocupado y ocupo todavía,
hallándome muy próximo a terminar este trabajo, de no leve empeño, aunque de mérito poco o
ninguno. Por acomodarme al uso general de los bibliógrafos y facilitar el manejo de esta obra, más
propia [p. 38] para consulta que para lectura seguida, adopté el orden alfabético de traductores, sin
perjuicio de agruparlos por lenguas, autores interpretados, etc., etc., en índices finales. Y como no a
todos agradan la disposición y árido estilo de los libros bibliográficos, pensé que no sería inútil el
formar con los datos mismos de la Biblioteca , o con parte de ellos a lo menos, una serie de
monografías en que, por modo más fácil y ameno, en cuanto la materia y el pobre ingenio del autor lo
consienten, se diese cuenta de todas o la mayor parte de las traducciones de cada autor o grupo de
autores, v. gr., Homero, los trágicos griegos, los líricos, los historiadores, Aristóteles, Lucrecio, los
elegíacos latinos, Virgilio, Horacio, Ovidio, et sic de caeteris , ilustrando la materia con citas y
cotejos, y apuntando las noticias más curiosas que con los traductores se rozasen, para que de tal
suerte quedase ilustrada en buena parte la historia de los estudios clásicos en nuestro suelo, materia
sobrado importante que me propongo dilucidar, una vez recogidos todos los datos indispensables para
tal intento.
Hoy publico la de los intérpretes de Horacio, ciñéndome rigurosamente al asunto, y sin más
pretensión que la de llevar una piedra al suntuoso edificio levantado por la erudición de cuatro siglos
al más moderno en su espíritu de todos los poetas antiguos. No hay rincón alguno de su obra donde la
sagacidad de sus comentadores no haya penetrado. Passow, Franke, Walckenaer, Teuffel, Noël des
Vergers y otros innumerables, han reconstruído su biografía con los datos esparcidos en sus obras y
en sus escoliastas, y con las noticias de Suetonio. Unos han querido seguirle año por año: otros nos
han dado hasta el plano y las vistas fotográficas de su casa de campo. Se ha escrito una biblioteca
entera para fijar la cronología aproximada de cada una de sus obras, en lo cual han sudado, más o
menos fructuosamente, generaciones de filólogos, hasta los modernos y excelentes trabajos de
Fürstenau, Sökeland, Streuber, Zumpt, Ueberweg, Clodig y otros que con poca erudición se pueden
citar, y que todavía no han dicho la última palabra. Otros han tratado de las costumbres de Horacio,
de sus amigos, de sus amores, de sus ideas filosóficas, de su doctrina literaria, de sus formas métricas,
de las imitaciones que hizo de los griegos, de los verbos que inventó, del uso que hace del infinitivo,
etc. Sobre cada una de las odas [p. 39] y de las sátiras, ¿qué digo?, sobre cada verso o pasaje notable,
hay sendas monografías latinas o alemanas. La difusión de sus obras ha sido superior a la de todos los
libros humanos, puesto que la Biblia no lo es. Más de 260 manuscritos de Horacio se conocen,

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